Kurt Cobain. Último Viaje. Breve ficción histórica sobre uno de los más celebres músicos de los 90s

I

Quizá todos recuerden la muerte de Kurt Cobain. Kurt será un lugar común cuando de la década de los 90s y de la cultura norteamericana se hable. Su muerte fue un golpe rotundo a una generación decadente y sin expectativas que se aglomeró en torno al sonido estridente del Grunge.

Pero Nadie conoció a Christie. Una afroamericana de 28 o 30 años, jovial, que siempre llevaba en su boca impregnada alguna sonrisa; carismática y un poco acomplejada por su condición de mujer con altas dosis de melanina en la xenófoba sociedad de su país. Conoció a Kurt en el Galaxy Snow Bar, un viernes triste de esos que sales a tomar algún trago en un bar conocido o desconocido y solo esperas que la noche se consuma como un cigarrillo. Sonaba I can jet not satisfacción cuando sus ojos notaron entre las luces de Neón aquel rubio que movía su cabeza como un péndulo de reloj y parecía cansado como si un aire caliente le saliera por los poros. Notó en sus ojos una amargura inconfesable y lo continuó mirando entre el lente vidrioso del vaso y el licor claro que bebía, entre las distracciones y conversaciones de rutina con el barman, entre el ambiente cálido y húmedo del lugar y luego advirtió, como entrando en duda, si aquel chico era quien ella pensaba. Sujetó el licor preparado que bebía y tomó asiento a su lado. Hola, le dijo, y pidió un vaso de lo que Kurt tomaba y lo puso a su lado, ofreciéndoselo con los ojos. Cuando notó que Kurt se veía más relajado, le preguntó: ¿Eres el vocal de Nirvana?

II

Fue luego de la 3ra vez de acostarse con ella cuando Kurt descubre que Christie es adicta a la cocaína. Se acerca a la mesa donde ella esnifa, la mira con cierto temblor y le dice pide un poco. Claro, como no, dice ella y se dirige a la cartera donde despliega un equipaje minúsculas bolsas llenas del níveo polvillo. En La penumbra gloriosa de la excitación, Christie, que poco conoce de la vida de Kurt, aprovecha su indefensión y le bombardea con preguntas domésticas a las que Kurt responde con gestos que bien podrían significar cualquier cosa.

III

Los encuentros, siempre ocasionales, se sucedieron como un romance que, a pesar de la fama del chico, siempre estuvo emancipado de cámaras y paparazis que lo único que lograron desde antes de conocerla era aturdirlo y enloquecerlo más, pero ahora se podía esconder en la caverna protectora de Christie. Kurt se fue convirtiendo con el pasar de los días, de las noches de sexo y drogas, de los momentos de búsqueda de armonía, en un adicto a la piel morena de Christie, a ese olor entre canela y fruto tropical que parecían egresar de ella por sus poros. Era como un aura de dioses paganos que lo protegían contra la danza hipnótica con que lo iba cubriendo su propia fama y el mundo del que huía para refugiarse en Christie.

IV

Christie solo esperaba. Esperaba que Kurt fuera alguna vez – o lo más pronto posible- un sol que únicamente en ella focalizara su calor, no solo a través de las canciones que le escribía y con las que le hacía sentir a Courtney que eran para ella, si no con más compañía, con más salidas y no teniéndola recluida en esa casa que solo él y ella conocían, en Seattle. La amante, que se hundía en su perseverancia precisaba del momento para poderle decir a kurt que no soportaba esa soledad, ese cuarto arrinconado en el que la había convertido, ese lapso de portales a la nada, el distanciamiento parco y anónimo de la relación siempre llevada a un segundo plano: la despensa de sus vacíos y afectos, el abandono del mundo en tardes grises y góticas bañada de gotas de agua deprimentes, ahogando la vitalidad, envejeciendo el espíritu anegado en el placer, mientras él derrochaba vida en sus juergas interminables.

V

Pero Kurt no reparaba en eso. La vida para él se reducía al ir y venir por bosques artificiales ante los que sucumbía y seguía entregando lo que le quedaba de espíritu, como creando túneles para escapar de lo irremediable a través de esa manera cómoda que no requería ningún tipo de esfuerzo. La droga era para Kurt lo único que podía anestesiar ese lugar común que era él, cargado de mucho dolor angustia tristeza soledad miseria derrota insatisfacción que nada ni nadie pudieron aliviar en ese tránsito evasivo de la belleza y la paz que es de lo que realmente está hecha la vida (o al menos así piensa el narrador), aunque no para sus ojos ni para sus entrañas. Una entrega irremediable hacia esa forma de sentirse necesariamente roto y desquebrajado en la esfera viciosa que iba tejiendo a cada decisión que tomaba, al no comprender la insensatez de la existencia que solo quita y nada da y que nunca, por más música y melodías que podía sacar de su talento, podría eclipsar o desaparecer. La única vez que sintió el éxtasis de la realización fue en aquella noche del acústico.

VI

Ese día ella aceptó, con la sumisión habitual, asistir aislada en las sillas traseras y ver entre una mezcla de gozo y desazón el show. Sintiéndose como un animal extraño. Su hombre, o la mitad de su hombre, o lo que ella creía que había de ella en él, era ahora el centro de un espectáculo donde el vocal sintió su techo y supo que mejorar eso sería imposible. Christie presentía donde podía terminar todo ese afán, toda la ansiedad que Kurt mantenía represada.

VII

Lo que colmó la paciencia de Christie fue aquella vez, en Roma, luego de una gira donde ella le aconsejó un poco de descanso que, estando en el hotel, les informaron la visita de Courtney; él pidió al camarero, a cambio de una exagerada propina, que le entretuviese e hiciera lo posible por hacerla esperar, que le dijera cualquier excusa y, mientras, acondicionara una habitación para su acompañante. Christie, como pudo, contuvo la ira, y trató de serenarse. Obedeció y se albergó en la otra habitación; Kurt bajó, desayunó con su familia mientras los camareros hacían lo posible por no dejar vestigios y luego condujo a Courtney a su habitación.

VIII

Todos se preguntan cómo pudo Kurt escapar del sanatorio, pero dicha explicación siempre se la deberemos a Christie. Lo llevó a la casa donde convivieron a escondidas de los medios y de la gente chismosa. Durante varios días estuvieron drogándose y, ente los altibajos emocionales de Christie, se acrecentó su deseo de tenerlo solo para ella, que no la relegara más a causa de su color de piel, de su nivel social o de lo que fuera y que tampoco abusara de su amor y de sus –a veces- maneras ingenuas con las que siempre se sentía derretir por lo que a Kurt pudiera pasarle. La última noche bebieron, cuando Kurt despertó, estaba amordazado, Christie preparaba una dosis letal de H y tenía el arma cargada a su lado, había tomado cada una de sus cosas y las tenía en cajas dispersas por la habitación con las que iba a huir sin dejar ningún rastro, ninguna manera que, tras investigación alguna, pudiera dar con su paradero o si quiera intuir su existencia. Quizá nunca existí, Kurt, quizá esto solo fue una pesadilla que tú y yo soñamos desde planos equidistantes, perpendiculares al dolor, Kurt, al dolor que cargué y supe sortear en mi condición de amante, de afroamericana, de ser la segunda, de soportar tus pánicos, tus miedos, quizá esto sea lo mejor Kurt, no eres capaz con tu vida, lo mejor será que esto termine y sea yo quien me encargue. Adiós Kurt. Y No te preocupes por los gusanos escamoteando tu cuerpo (por qué siempre has sido un vanidoso), yo me encargaré de llamar los polis, Adiós Kurt. Tomó la jeringa la clavó en su brazo, luego puso sus manos sobre el gatillo, teniendo el cañón ajustado a la cabeza y disparó, teniendo la mano sobre los fríos y yertos dedos de kurt.

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